Fariña llegó a su fin. En mi prescindible opinión, y sin resultar redonda por varias razones, se trata de una serie de una alta relevancia histórica, que será para la televisión en abierto lo que representó Crematorio para la del pago: un referente.
Para empezar, Fariña está rodada en un formato panorámico que va más lejos del convencional 16:9. Tiene pinta de un 2:35 –o similar– que aprovecha toda la potencialidad expresiva de lo horizontal. Y no es un banal pego cinematográfico sino una apuesta estética coherente y radical en la TV en abierto.
El formato permite una integración inteligente de las posibilidades paisajísticas en la narración. Valgan dos ejemplos que resaltan la verticalidad sólida de la roca y el dinamismo azulado del mar. En ambas imágenes, Sito Miñanco, de pie y atuendo desenfadado, presenta sus credenciales contrabandísticas.
Fariña se inscribe en la mejor tradición de la ficción criminal, que aspira a que el género sea testimonio de la realidad y no una pirueta peliculera basada en clichés. Lo local –de ahí un elenco artístico y técnico tan acertadamente gallego- se usa como la mejor vía hacia lo universal. Resultado: delincuencia de mesa, cenicero y dominó.
A Fariña hay que reconocerle dos grandes valores en el conservador paisaje de la ficción española en abierto: la introducción de un erotismo narrativamente justificado y la existencia de un contexto político que, aunque mejorable, mira en la dirección de la realidad histórica.
Fariña nos deja un generoso catálogo de estrategias estéticas en las que merece la pena detenerse. El director Carlos Sedes plantea en el capítulo 4 una escena sobre la incomunicación entre Sito y su madre. Ella da la espalda a la cámara y observa el horizonte. El hijo la busca con la mirada.
Un leve picado ayuda dar protagonismo a la piscina de la mansión de Sito, que preside la mitad derecha del cuadro. La madre, sin embargo, no se deja impresionar por el supuesto éxito del hijo y habla con él con gesto ausente. El mundo viejo desconfía de los nuevos tiempos.
Sito se sienta al lado de su madre buscando complicidad. Los personajes vuelven a estar de espaldas y no se miran. La ambición pujante de Sito los desune. Ella pasa a un picado en el que casi está ahogada por la piscina. Él se afana en recuperar la comunicación.
Por fin la cámara muestra los rostros de ambos personajes en el mismo plano pero los separa visualmente negándole nitidez a la madre, en una reducción de la profundidad de campo. La separación también es emocional gracias a la dirección de actores, sublime en su sobrias miradas al frente.
El sobrio y calculado uso de la planificación es un rasgo de estilo de Fariña. Valga como ejemplo añadido la escena en la que el sargento Castro detiene a Sito en el capítulo 4, planteada a modo de un duelo con dos peculiaridades: la distancia física entre los personajes y la posición que ocupan.
El plano divide el interés en dos composiciones, con Sito reencuadrado por el ventanal del coche en la parte izquierda, sentado y nítido. Castro, a la derecha y borroso, queda liberado de reencuadres y amenaza, de pie, con su arma. El juego de oposición, rematado por las escalas diferentes, queda servido.
El contraste continúa presente cuando se activa el montaje de plano/contraplano. Sito sigue reencuadrado y de espaldas a su perseguidor, en un leve picado y sumido en la oscuridad. Castro sí mira directamente a su enemigo, aparece en leve contrapicado y, sobre todo, está invadido por el efecto expansivo de las fuentes de luz.
Si en el plano/contraplano anterior las escalas se igualaban poco después se desnivelan con un primer plano de Castro, a quien las palabras de Sito sobre su padre le hacen mella. Seguridad frente a duda. Las luces expandidas y verdosas, gran estilema de la serie, insiste en crear una atmósfera angustiosa.
A pesar de su vocación realista Fariña se estiliza y crea imágenes tan vaporosas y hasta oníricas como las que rematan la escena. La diferencia de foco sobre los personajes sigue estableciendo la falta de comunicación entre ellos e insiste en su diferencia: Sito y Castro, opuestos hasta el final.
Hay ciertos referentes estéticos a los que acude la serie. Y, a pesar de algunas diferencias evidentes, esta imagen de Romanzo criminale demuestra la deuda. La producción italiana fue una bocanada de aire fresco en la serialidad europea y Fariña lo es en la española. Una década después, eso sí.
Por lo demás, también creo que Fariña no es redonda. Quizás no había material dramático para tantos capítulos y podría haberse quedado en una miniserie de cuatro o cinco entregas. Algunas subtramas de relación entre personajes son muy estancas. Eso provoca que los primeros capítulos se antojen fascinantes y carismáticos mientras que a partir de la mitad todo resulte más mecánico y desalmado. En ese sentido, la obra arranca a un nivel extraordinario para ir decididamente a menos.
Además, a veces abusa de personajes secundarios que escuchan por casualidad lo que no deben para impulsar el interés dramático. La camarera del casino es un buen ejemplo, subrayando de paso que los narcos se comportan en esos instantes con nula “profesionalidad” por un exceso inverosímil de confianza.
Pero vuelvo al principio: Fariña será imprescindible a la hora de entender con perspectiva histórica un inevitable momento de cambio en la ficción española. Un cambio tan estimulante como su espectacular banda sonora, que puede disfrutarse en esta vibrante lista de Spotifiy.